Una tarde de junio de 1986, al salir a la calle, Bioy Casares fue detenido a los pocos pasos por una mujer compungida: «¿Ya se enteró don Adolfo? ¡Falleció Borges!».
El autor de «El sueño de los héroes», que no solía escuchar radio ni mirar TV (y mucho menos en esos días de fervor mundialista), diría más tarde: «Recibí la noticia de la muerte de mi mejor amigo de la peor manera. De improviso y por boca de una desconocida, que además usó el verbo fallecer. Borges podía morir pero nunca fallecer, él detestaba ese verbo».
La muy publicitada muerte del pulpo Paul (salvando de antemano las distancias entre ambos casos, desde luego) volvió a llevar al primer plano aquella antipatía borgeana, vindicada por Bioy Casares, hacia ese verbo que suele emplearse como sinónimo burocrático de morir.
Decenas de cables de agencias noticiosas en español anunciaban «Falleció el pulpo Paul», lo que provocó, según pudo leerse en redes sociales como Facebook y Tweeter, reacciones negativas del tipo: «Quienes fallecen son los humanos, no los animales». Es decir, todo lo contrario de lo que pretendía Borges, «morir del todo», como lo escribió en un poema, y no «fallecer del todo».
El diccionario de la RAE, que todavía conserva cierta autoridad rectora en la lengua, no distingue sujetos de tal acción ni establece jerarquías: «fallecer» es, a secas, sinónimo de «morir». De modo que bien puede fallecer un pulpo como una golondrina o un monarca.
Es cierto, sin embargo (como también sostenía Borges), que los sinónimos no existen y que siempre hay un matiz diferenciador: «fallecer» a él le sonaba mal porque el lenguaje de los legajos, los documentos y los obituarios se habían apropiado de ese verbo, mientras que «morir» conservaba su pureza clásica, casi heroica. Los vikingos, o los cuchilleros de arrabal, mueren en combate. No fallecen ni perecen ni fenecen ni, mucho menos, dejan de existir en la pelea. Mueren.
La expresión eufemística, no por casualidad y en casi todas las lenguas, dotó a tan claro verbo de innumerables acepciones, aunque no sería aventurado presumir que el español, de tradición más mortuoria que la sajona, tenga más.
Los ingleses suelen permutar el «died» por el «passed» o «passed away», cuyo registro más vulgar es el «is gone» (equivalente al «se nos fue redepente» de Niní Marshall).
El «passed», en español, puede también traducirse con ecos más solemnes, como aquel «pasaje a la inmortalidad» destinado por el discurso oficial a muy pocos, o pocas, así como en la religión se habla de dormirse en la paz del Señor.
Con todo, las reacciones de ayer no sólo eran contrarias al uso de «fallecer» para Paul, como si se tratara de un ser humano, sino al tratamiento que de su muerte hizo el Sea Life Center de Oberhausen: «Murió en paz, durante la noche, de causas naturales», se dijo en un comunicado, que agregó que su personal se hallaba «devastado» por la noticia.
No es improbable que su sucesor despierte reacciones similares, desde el momento que se lo bautizará Paul II, como a un rey o un pontífice. Efectos colaterales de un siglo al que todavía le cuesta romper con los oráculos, las supersticiones y los mitos, incluido el fútbol.