Semántica de Espías

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En la postrimería del siglo XIX hizo su aparición en el país el telégrafo junto a otros avances tecnológicos de no menor relieve -como el teléfono, el alumbrado eléctrico, el ferrocarril y los ingenios azucareros movidos a vapor. Mediante sus hilos inteligentes se enlazaron los principales pueblos del interior con la capital, mientras el cable trasatlántico nos unió como nación a la red mundial de comunicaciones. La significación del telégrafo no sólo se reveló esencial en el campo de los negocios para realizar transacciones rápidas y participar en las bolsas mundiales de productos, sino que alcanzó especial utilidad política como medio de control de los movimientos de la ciudadanía.

Por este motivo el presidente Ulises Heureaux (1845/1899), un sagaz guerrero y político de garras llamado el Pacificador, a la vanguardia de la onda modernizadora, ordenó la confección de un Código Telegráfico para las comunicaciones oficiales que constituye un brillante catálogo de maquiavelismo político. Impreso en 1895, de 233 páginas, Horacio Blanco Fombona lo califica «Código de la Muerte», definiéndolo como «cifra y compendio de aquella tiranía».

Revelador de los patrones de hacer política de la época, entroncados en el estilo de gobierno autoritario a ratos benevolente desarrollado por Lilís, el Código Telegráfico es un meticuloso catálogo de reglas prácticas del arte de gobernar lilisiano. El control de las conspiraciones en tiempos en que se fraguaban con frecuencia pasmosa, la vigilancia y represión de los opositores, la manipulación de las elecciones, la domesticación de la administración de justicia, la consolidación de la lealtad de los parciales y aliados mediante el halago de un cargo público, dádivas o la intimidación, son algunos de los tópicos que ocuparon la atención de las autoridades de la época.

En el Código Telegráfico el primer tema consignado es el de la conspiración. Desde los procedimientos de vigilancia y los medios de neutralización preventiva de los contrarios, hasta la represión violenta a los conjurados, son previstos en este rico inventario de reglas para mantenerse en el poder. Algo que Bosch resaltó en su célebre polémica con el sacerdote jesuita Láutico García, efectuada en víspera de las elecciones de 1962, al destacar el perfil del arquetipo de gobernante y sus reglas de oro. Y que luego, el juego mayor de la geopolítica latinoamericana de la Guerra Fría junto a los demonios domésticos desatados en la coyuntura, le impidieron aplicar con éxito.

Así, la primera palabra clave que se halla listada en el Código es Abigarado: «¡Alerta! ¡Se maquina algo en la sombra! Dicte usted sus medidas para conseguir conocer de qué se trata, y avise a los amigos para que desarrollen la más estricta vigilancia. El gobierno nada sabe todavía; pero no duerme». «Camarón que se duerme se lo lleva la corriente», pensaría un filosófico Lilís arrellanado en su plácida casona de Las Mercedes.

La existencia de un activo exilio político -correlato del uso tradicional del destierro como medida de indulgencia hacia los opositores-, obligaba a una sistemática presunción de «movimientos» desde el exterior. Máxime cuando muchos empréstitos que se convertirían luego en deuda pública externa se originaban en créditos para armas y avituallamiento otorgados a políticos desterrados por comerciantes prestamistas establecidos en el Caribe o vía facilidades concedidas por gobiernos extranjeros.

De esta forma, surge la necesidad funcional de Abogado: «El que dirige el movimiento revolucionario desde el extranjero es…Vea a ver qué clase de conducta observan su familia, amigos y parciales, y así podremos saber cuáles son sus proyectos. Encargue a una persona habilidosa. De esas que no se meten en política y que son políticos de los pies a la cabeza, para que se acerque a uno de los sospechosos y habilidosamente averigüe lo que hay».

Pero no siempre todo era sólo vigilancia. Ocasionalmente había que desplegar cierta destreza táctica para neutralizar al enemigo. De ahí la utilidad que representaba Abolorio: «Es necesario desarrollar ahora política de atracción y de benevolencia. Las circunstancias son eminentemente delicadas y cualquier medida de fuerza puede producir una gravísima alteración del orden. Esfuércese, pues, en atraer y calmar por el momento a los disidentes halagándolos y amansándolos de modo de ganar tiempo a todo trance, pero es de advertir que usted no debe obrar de modo que nuestros contrarios lleguen a creer que se les teme, y que así aceleremos lo que tratamos de evitar».

Simulacro de ablandamiento y conciliación, de pasamanos y pasa pesos -un recurso que empleó Lilís con frecuencia, al ablandar a insurrectos con cañonazos de balas de papeletas. Pero no al grado de parecer blandengue o asustadizo.

La situación que motivaba a Abolorio podía modificarse prontamente y entonces se hacía menester aplicar el mecanismo de Abollón: «Esta vez es necesario obrar con gran energía y severidad. Pasó ya la hora de las contemplaciones que hoy no producirían resultado. Obre usted, pues, enérgicamente y resueltamente, y que nuestros contrarios vean que estamos dispuestos a reñir en el campo en que se nos cite. El gobierno no teme a nadie y escarmentará duramente a cuantos se atrevan a retarlo».

Contar con colaboradores fieles resultaba tan vital como chequear los pasos de los disidentes. En este sentido funcionaba Aborrendo: «No siento bien a… ¿qué tiene? ¿Por qué está así? Cree usted que se ha debilitado su lealtad. Temo que pueda oír malos consejos, y espero que usted no me lo deje mucho de la mano». O sea, no le pierda «ni pie ni pisá» –como reza el merengue de Kalaff. Comprométalo con la situación, como se designaba al gobierno. Trujillo fue un constante usuario de este recurso de verificación de lealtad de sus parciales mediante el seguimiento asfixiante de los servicios de inteligencia, las reiteradas demostraciones de apoyo público y privado al régimen y su persona, así como la exposición en la picota que representaba el temido Foro Público.

Bajo la prolongada gestión gubernativa del general Heureaux lo peor que le podía ocurrir a un opositor era que se le aplicara Abudilla: «La gravedad de las circunstancias me obliga a decir a usted que ya es tiempo de dar por terminada la política de atracción y contemplaciones. Pase usted por las armas a quien quiera que intente alterar el orden o inducir a que otros lo alteren, y finalmente, a cualquiera que preste recurso de cualquier género a nuestros contrarios para alterar la paz». Recurso que ejecutó con crueldad la dictadura de Trujillo, abudilleando sin misericordia a sus contrarios. Máxime cuando la amenaza se originaba en el exterior.

El interés de controlar los procesos electorales, buscando resultados favorables, dio origen a Nata: «Necesito que… salga electo». Igualmente, el bloqueo de candidatos justificó a Natación: «Necesito que… no salga electo. Procure impedirlo por los medios que estén a su alcance». El jefe local que recibía una orden semejante podía responder con Neptuno: «Descuide usted… no saldrá electo». O mejor todavía, con Nerval, término que nos remite a procedimientos reeditados en el ciclo democrático tras la caída de Trujillo: «Intervendré en la elección y saldrán electos miembros de la situación».

Si uno tenía algún problema judicial debía procurar los oficios de Ofelia: «Influya usted para que los jueces procedan benevolentes respecto de…». Y evadir a todo trance que le tocara Ofeltes: «Influya para que los jueces sean severos respecto a…». Mientras que un trabajo de manipulación sutil era asunto de Ofiodoente: «Intervenga usted en el proceso de… pero hágalo de manera prudente y delicada de modo que ni se note su intervención, ni los jueces se sientan lastimados». Un procedimiento más cauteloso propio de trato entre caballeros. Más ajustado a los tiempos de la denominada modernización judicial y la constitución de las altas cortes. Como decir, «déjalo fuera de la Suprema sin que se dé cuenta de las razones». O aún más sofisticado, «utilízalo en el filtrado y la degollina sin que perciba que la suya va al final».

Si un jefe local iba a salir de su demarcación en circunstancias que ameritaran ciertas precauciones, podía recibir una instrucción en Diacrolita: «Es necesario limpiar el campo antes de la salida de usted de ese punto. Lance orden de prisión contra cuantos le inspiren sospecha y asegúrese». Pero debía proceder Dadivoso: «Al llevar a cabo las arrestaciones que he ordenado a usted o las que usted crea oportunas efectuar, tenga cuidado en no arrestar ninguna persona insignificante». No hacer bulto innecesario. Evitar agitar el avispero. Concéntrese en los cabecillas.

Las personas de alguna notabilidad se hallaban listadas en este manual de maquiavelismo tropical. Así el arzobispo Fernando Arturo de Meriño -quien ejerciera la presidencia entre 1880 y 1882, se destacara por sus luces intelectuales y don oratorio, así como por un notorio galanteo amoroso raíz de múltiples señeras descendencias- era Sabroso en el Código Telegráfico lilisista. Arturo Pellerano Alfau -director fundador del Listín Diario en 1889 como una hoja informativa del movimiento mercantil y portuario de Santo Domingo- era identificado como Sacabuche. Mientras que a Manuel de Jesús Galván -autor de la novela Enriquillo, quien presidiera la Suprema Corte de Justicia y desplegara importantes misiones diplomáticas, entre ellas la negociación de un tratado de libre comercio con EEUU- se le designaba Saburral.

«El Maestro» Federico Henríquez y Carvajal -educador, periodista fundador de varios periódicos y revistas de opinión, militante nacionalista y miembro destacado de la masonería, aparte de fraterno de Hostos y Martí- era nada menos que Sacrílego. Y al historiador nacional José Gabriel García -autor de tres volúmenes del Compendio de la historia de Santo Domingo y de otras obras pioneras sobre nuestro pasado, librero, editor, periodista y político- se le denominaba Sacuntala. Mientras que Pepe Espaillat, de Santiago de los Caballeros, aparecía bajo la poco deseable designación de Sarcófago. Un nombre sencillamente horripilante.

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